Erase una vez un país muy lejano donde siempre era de
noche. La única luz que sus habitantes podían ver era la luz de la luna. La
luna se sentía muy poderosa sabiendo que todos dependían de ella para poder
vivir. Y así pasaron años y años, hasta que un día llegó un visitante de otro
país y quedó sorprendido de tanta oscuridad.
Éste empezó a contar historias de su país y todos quedaron
maravillados al ver que más allá de sus fronteras había un mundo lleno de
colores que nunca hubieran imaginado que podía existir.
El viajante quiso saber quién era el responsable de tanta
oscuridad y todos los habitantes enseguida le dijeron que fuera a ver a la
luna, que ella era la reina del lugar.
El viajante, sin dudarlo, se puso ante la luna y le dijo:
- ¿Tú eres la responsable de tanta oscuridad?
- No. Yo soy la encargada de que haya luz en
este país –respondió la luna.
- Pero si siempre es de noche –dijo el
viajante.
- Así es –añadió la luna-. La noche me
permite brillar con luz propia.
- ¿Has pensado alguna vez qué pasaría si tú
no estuvieras aquí?
- Imposible –dijo la luna-. Mi misión es
iluminar para que la noche no sea tan oscura; y por esta razón, todos me están
muy agradecidos. No puedo abandonarlos.
- Tu intención es buena –añadió el viajante-,
pero creo que has estado durante demasiado tiempo velando para iluminar este
lugar y ahora te mereces un descanso. Sólo te puedo decir que no debes
preocuparte por nada. Todo estará bien, yo me encargo de ello.
Así lo hizo la
luna, se retiró a descansar.
Y, durante su
descanso, sucedió algo maravilloso: la gente del lugar vio aparecer una luz a
lo lejos en el horizonte; era el sol del amanecer, y con él, su mundo se vistió
de colores.
Gracias a la
decisión de la luna, podían ver por primera vez los colores que siempre habían
estado allí.
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